Los proyectos en zonas habitadas deben hacerse desde el respeto a las personas que viven allí, implicando a los ciudadanos y alcanzando consensos.
“El casco histórico se vacía y cada vez quedan menos vecinos”. “Nunca ha habido tantos bajos comerciales cerrados”. “A este barrio vienen muchos turistas, pero la gente no quiere vivir aquí”. “Los jóvenes prefieren vivir en las zonas nuevas”. “Mi barrio está a las afueras y aquí no llegan las inversiones, todo se lo queda el centro”.
Frases como estas reflejan el día a día de muchas ciudades españolas. Parece que los barrios en los que vivimos no cumplen nuestras expectativas. Y es que cada zona tiene sus fortalezas, pero también sus debilidades.
Los centros históricos de las ciudades suelen acumular problemas asociados a la antigüedad y precio elevado de las viviendas, la existencia de edificios y entornos protegidos que ralentizan y encarecen su rehabilitación, restos arqueológicos en el subsuelo que ahuyentan a los promotores de los escasos solares vacíos que existen, y un exceso de turistas que contrasta con la escasez de vecinos, sobre todo jóvenes, que prefieren ir a zonas de nuevo desarrollo.
Por su parte, los barrios de la periferia de las ciudades que se crearon en los años 60 o 70 presentan otras dificultades, pues al estado a menudo envejecido de las viviendas, se le suma una menor inversión en el espacio público, los problemas de conexión con infraestructuras culturales, educativas, sanitarias o administrativas y, con frecuencia, la presencia cada vez mayor de personas de diferentes nacionalidades que no llegan a integrarse en la vida del barrio.
Vivienda, espacio público, infraestructuras, comercio, cultura e integración social forman un conjunto inseparable que determina que un barrio siga dinámicas de crecimiento o degradación. Sería extraño encontrar un barrio con graves problemas sociales, pero con un comercio floreciente. O un barrio con buenas infraestructuras y zonas públicas, pero con graves deficiencias en la vivienda.
Al final, los problemas que afectan a un barrio no se pueden separar entre sí, pues están todos relacionados y cualquier proyecto municipal que pretenda conseguir una mejora significativa en un barrio, evitar su degradación o incrementar su proyección, debe atender a todos ellos en conjunto.
Sin embargo, las estructuras de los ayuntamientos en España no están organizadas conforme a esta realidad. Los departamentos de urbanismo y planificación, donde en teoría se encuentran los arquitectos y técnicos cualificados para analizar y proponer cómo debe crecer la ciudad, se dedican en exclusiva a promover nuevos desarrollos, privando de esa visión integral a la ciudad consolidada, es decir, a los centros históricos y barrios que ya se encuentran construidos y donde viven los ciudadanos.
Entonces, ¿quién piensa los barrios? En la actualidad, la acción municipal en la ciudad consolidada se encuentra ramificada en numerosos departamentos que actúan de forma sectorial e independiente. Y la labor que realizan es buena, teniendo en cuenta que normalmente estos proyectos son positivos: arreglar un jardín, hacer una acción para mejorar el comercio o desarrollar un proyecto de integración social. Sin embargo, la capacidad de transformación de esas acciones aisladas es muy limitada si no hay una visión de conjunto.
A menudo, quien mejor puede tener esa visión general son los miembros de la junta municipal de un barrio, pedanía, diputación o distrito. Como órganos de participación ciudadana, recogen las inquietudes y peticiones de los vecinos en todos los ámbitos, teniendo conocimiento de cuáles son los problemas más acuciantes en su territorio.
Pero este conocimiento es experiencial y no técnico. Es decir, los miembros de las juntas municipales tienen la capacidad de decir lo que ocurre en el barrio, de identificar problemas, pero no tienen (ni tienen por qué tener) el conocimiento técnico necesario para conceptualizar ese problema, realizar un diagnóstico y plantear soluciones.
Para entendernos con un ejemplo médico: una cosa es ser capaz de describir síntomas (estoy triste y no tengo ganas de hacer nada) y otra cosa muy diferente es tener el conocimiento necesario para hacer un diagnóstico (tienes depresión) y ser capaz de proponer un tratamiento apropiado.
Conocer esta distinción es fundamental para no cargar sobre las juntas municipales la responsabilidad de decidir qué acciones deben llevarse a cabo en su territorio. Esa función debería recaer en los departamentos de descentralización, que deberían contar con urbanistas, técnicos o expertos en diferentes áreas, capaces de plantear proyectos transversales donde cultura, urbanismo, vivienda, comercio y atención social vayan de la mano.
Una vez cumplido lo anterior, hay que tener en cuenta que el desarrollo de proyectos en zonas habitadas no se puede hacer de forma discrecional, tomando decisiones desde el ayuntamiento sin contar con sus habitantes, aunque sean acciones para mejorar el barrio.
Cualquier actuación que se quiera promover debe hacerse desde el respeto a las personas que viven allí, lo que implica, como mínimo, un deber de información. Y, yendo más allá, diría que incluso un deber de implicar a los ciudadanos en la toma de decisiones y de alcanzar ciertos consensos. En realidad, no es tan difícil.